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La historia de una mujer, que nunca se casó, que nunca tuvo hijos, y vivía en una de las mejores casas del pueblo.
El día que vi esta casa me enamore de ella, tanto que en mi mente la había restaurado miles de veces, y después me enamore de su historia.
Doy las gracias a Juan Fernández. Él fue el primero al que pregunte que me contó un poco de la protagonista de esta historia.
Gracias Juan por tu paciencia.
De la cual fue un placer ir descubriendo poco a poco y escribirla se convirtió en un reto. Investigue, pregunte, fui a lugares y entreviste a mucha gente, a la que doy gracias por su tiempo y paciencia.
Sé que muchos hubieran querido que hubiese nombrado a sus personajes con sus propios nombres, y créanme que lo pensé y pensé, pero tengo que ser fiel a mi lema. ESCRIBO HISTORIAS REALES, CON PERSONAJES INSPIRADOS EN LAS PERSONAS QUE VIVIERON ESTA HISTORIA. (FOTO BLANCO Y NEGRO APROX SOBRE EL AÑO 1943)
Mil veces había pasado delante de la casa de la puerta verde, como la llamábamos los niños. Y era la casa de Merita para los adultos. Es curioso como de niños guardamos un recuerdo, que si pasado un tiempo no vuelves a ver, y a los años vuelves al mismo sitio, entre lo que ves, y el recuerdo que tienes, parece no ser el mismo sitio.
Delante de la casa de la puerta verde, recuerdo que había una gran acera, con una reja negra como de algún balcón, adornada siempre con unos geranios que bien parecían de plástico, si no fuera por qué de vez en cuando veíamos a algún trabajador del ayuntamiento a cuidarlos y que sustituía cuando ya no les queda vida. La reja nos protegía de los coches que pasaban por allí y al estar en alto hacía de ello un gran mirador para ver a todo el que pasase por la calle principal que era donde estaba situada la casa. No era extraño encontrarse algún vecino asomado mirando hacia el bar de Fede o simplemente esperar a que la cola de la panadería descendiese, un poco, ya que desde bien temprano estaba siempre llena.
Las escaleras de piedra, que subían a la acera de la casa de la puerta verde, tenían, unos cinco o quizás seis peldaños, y era lo único por lo que parecía que no habían pasado los años. Allí quedamos siempre a las cinco de la tarde, que era cuando abría de nuevo la panadería. A esas horas de la tarde sacaban dulces recién horneados, y tan solo con el olor nos entraba hambre. La torta de chicharrones era mi favorita, y antes de salir de la panadería ya le daba yo algunos pellizcos, aunque estuviese caliente. No siempre podíamos comprar dulces, pero cuando lo hacíamos intentábamos comprar cada uno, uno distinto. Ya sentados en los escalones, era momento de negociar con los amigos en el intercambio de trozos de dulces. Quizás por la inocencia de un niño, o por qué esa casa estaba allí antes de que yo naciera, siempre me pareció una casa grandiosa. No había momento que no la tuviese delante, que no me parase dos segundos a contemplarla, y ya desde bien pequeño esa casa me cautivo. Y ahora que la tengo delante, me impresiona tanto o más que cuando era pequeño. Aunque su estado es lamentable, sigue conservando la acera delante de la entrada, la fachada con la pintura descolorida y algunas esquinas ya sin su forma original, sigue queriendo mantenerse en pie. Aquella reja, de mis recuerdos donde colgábamos el cenacho con el pan y algún que otro recado que nos mandaba nuestras madres, y que más de una vez se nos olvidada allí colgado, hoy grita pidiendo socorro debido a la corrosión provocada por la humedad y el aire seco de la sierra. Sus maceteros descascarillados y ya sin geranios, parecía que también se habían rendido a querer morirse sin que nadie quisiera ayudarlos.
Era como si ya todo el mundo la diese por muerta y solo esperaban al derrumbe final.
Recuerdo perfectamente a su dueña, Merita, una mujer muy mayor, con el rostro pálido, el pelo canoso siempre desmarañado, con los ojos que se le salían de las órbitas, la mirada perdida y siempre enfadada y gritando. Algunas veces se escondía tras la ventana como vigilándonos,
Otras nos echaba agua salpicándola con sus manos y se escondía tras el marco de la ventana, y volvía al segundo medio asomándose y con una sonrisa maliciosa. Al principio nos parecía que quería jugar con nosotros, era como una niña pero con cuerpo de mujer mayor. Otras veces abría la puerta con un gran estruendo, y salía descalza con un camisón blanco muy arrugado y gritándonos, no sé bien qué. Los niños salíamos corriendo como si ella quisiera jugar al pillapilla. Pero con el paso de los años nos dimos cuenta de que estaba enferma y solo quería que nos fuéramos.
En la misma calle de la casa de la puerta verde había una tienda, para nosotros la mejor del mundo entero, un paraíso cargado de tesoros, comestibles y todo tipo de avíos(como lo llamaba mi madre). No encontrábamos suficientes excusas para entrar y quedarnos perplejos con todo lo que tenía. Era rara la tarde que no pasábamos un buen rato con la cara pegada al cristal del escaparate o de las ventanas que daban al callejón. Nuestro gran objetivo era comprarnos todas las chuches que pudiéramos, aunque el hecho de verlas todos los días en la estantería era un placer y una posibilidad antes que alguien las comprase. Y nos causaba un gran malestar que otros niños que no fueran del pueblo se las llevasen.
¡Malditos forasteros que nos vienen a robar muestras chuches! Pensábamos todos y el enfado estaba presente toda la tarde. Esos días nuestras cabezas ingeniaban algo para poder ganar algunas monedas, por qué nuestro presupuesto era pequeño y a veces nuestros padres pasaban semanas que no podían darnos nada.
Todos los meses llegaban golosinas o caramelos nuevos. Recuerdo el nerviosismo cada vez que veíamos doblar la esquina de la farmacia, la furgoneta de reparto. Corríamos como locos a nuestro punto de encuentro, a la entrada del pueblo. Nos subíamos a un gran castaño que presidía la calle Mesón. Soñábamos con que se quedara atrapada la furgoneta en cualquier estrechamiento de la calle, o en cualquiera de las estrechas calles del pueblo. Tampoco sería la primera vez que ocurría con algún repartidor nuevo que no conociese las calles del pueblo, y tenían que salir los vecinos para echarle una mano. Y era en ese instante cuando, nosotros soñábamos con robarle todas sus chuches. Pero mientras esperábamos ese milagro, solo nos quedaba vigilarlo e intentar ver las golosinas nuevas que bajaba del camión. Semanas antes, ya teníamos nosotros controlado cuando venía al pueblo, buscábamos la manera de ganarnos algún dinero extra. Nos ofrecíamos a ayudar a los vecinos en lo que pudiéramos, como ayudar a traer cestos de la vega hasta la entrada de las casas, bajar la basura o pasear los perros con tal de conseguir alguna moneda más, para gastarla en las nuevas chuches. ¡Paseador de perros! Cada vez que lo pienso, menos mal que los pobres animales no hablan. No recuerdo ya las veces que los dejaba atado al árbol frente mi casa y me iba a merendar, dejándolos allí solos varias horas. Oh, las veces que robábamos naranjas o cualquier fruta por las huertas pegadas al río, para después venderlas por el pueblo con la disculpa de “me ha dicho mi madre si quieres comprarme …”Esa frase era mágica y siempre funcionaba. ¡Pocas veces nos
compraban naranjas, el mismo que por la tarde anterior se las habíamos robado! Cada vez que lo pienso.
La tienda, no solo nos impresionaba por sus diferentes gominolas y chocolates. Era una tienda, que los adultos también encontraban todo lo que necesitaran. Necesitaras lo que necesitaras en la tienda de Carmen y Antonio lo encontrabas. Necesitabas hilo y aguja, tenían todos los colores y tamaños, se te presentaba un cumpleaños, una boda, un bautizo, o una comunión, sin problema. Había juguetes, juegos, peluches, balones, ropa, zapatos, hasta un pequeño muestrario de joyas, perfumes y bolsos, nada le faltaba a nuestro pequeño paraíso. ¡Dios, como nos gustaba estar allí dentro, mirándolo todo! Después de muchos años trabajando fuera, por fin me he decidido a volver a mi pueblo, a mi barrio, con mi gente, con los que me vieron crecer y los que me gritaban que no viviría mucho si seguía así, subiéndome a los muros, a los árboles y echándome cuesta abajo con la bici. ¿Cuántas zapatillas habrá comprado mi madre en verano? Pero es que no existía mejor frenos que los pies. Y mi padre, todavía recuerdo lo poco que le duró la alegría el día que con mucho esfuerzo pudo regalarme una bici. Y no una bici cualquiera, una GAC roja último modelo. Era la mejor bici y con la que soñaba cualquier niño. Ni cinco horas pasaron desde que me la dio, y fui a enseñársela a mi abuelita, y allí mismo la desmonte y pinté. Pasó del rojo original a un color oro precioso, no había otra igual en todo el pueblo. Estaba orgulloso de mi trabajo, me había quedado espectacular, me repetía a mí mismo una y otra vez. Parece que estoy viendo la cara de mi padre, con los ojos abiertos, casi sin pestañear, semblante serio, y en su rostro se podía leer, ¡lo mato!, ¡lo mato! A este niño, lo mato. Con el trabajo que le había costado ahorrar ese dinero. Pero… ¡Es que me había quedado más chula después de yo personalizarla! ¡Dios, casi le da algo!
Hoy salí a pasear por las calles de mi pueblo, decididamente es uno de los más bonitos pueblos de la sierra. Sus gentes son luchadores natos, curtidos entre la faena de la vega, y su gran tesoro líquido, el aceite. Trabajos duros regados con el frío helado del invierno. Dicen que Alcolaya se refiere a una fortificación de la época del Emirato, ruinas que ya casi no queda nada a día de hoy. Pero yo creo que esa fuerza se refiere a la fuerza de sus gentes. Son gentes que aún cansados de trabajar muy duro todo el día, no pierden la sonrisa, siempre se ayudan los unos a los otros y cualquier cansancio se desvanece saludando a un vecino, o echando una cervecita entre amigos después de la jornada. Con la primera que me cruce fue con Leonor, Leo para los amigos y vecinos como ella decía. Leo era la panadera del pueblo. Todas las mañanas me tenía preparado un bollo de aceite en la esquina de la entrada a la panadería, porque sabía que siempre llegaba tarde al colegio, ¡Que te gusta dormir zagal! Me gritaba moviendo la cabeza de un lado a otro y los brazos en jarra. Pasó por mi lado y ni se dio cuenta, por un momento pesé en dejarla pasar, habían pasado muchos años y era normal que no me reconociese. Pero no me aguanté.
¡Que me gustaba dormir, eh, Leo! Le grité casi sin pensar.
UNA GRAN CASONA DE 1909.
SITUADA EN LA CALLE PRINCIPAL DE UN PUEBLECITO AL QUE YO LE TENGO MUCHO CARIÑO.
Se giró, me miro de arriba abajo y con el ceño fruncido achicaba los ojos para intentar reconocerme. De repente sus ojos se abrieron, y la sonrisa en su boca delataban que me había reconocido. Me abrazo como si de un familiar suyo se tratase. ¿Has vuelto para quedarte Pedrito? ¡Qué alegría! Se contestó ella misma. Mientras yo se lo afirmaba moviendo la cabeza de arriba abajo. Me despedí de Leo sin antes prometerle que pasaría a por mi bollo de aceite.
Y seguí recorriendo las calles de mi infancia.
Allí estaba Fede, el dueño del único disco-bar del pueblo. De pie en la terraza, apoyado en el marco de la puerta, fumándose un cigarro. En su bar nunca permitió que fumara nadie, ni el mismo. Cuantas veces me había regañado, y quitado el cigarrillo de la mano cuando me veía fumar a escondidas.(Gracias, Fede, hoy en día no fumo, pensé para mis adentros). Quería saludarlo, pero en ese instante llegó gente al bar y aunque se me quedo mirando un segundo, preferí saludarlo en otro momento. Seguí andando por las calles que me vieron jugar, unas calles que aquel entonces me parecían enormes, y hoy en día me hacen sentir como si yo fuese el gigante. Llegué a un callejón especial para mí. Allí vivía mi abuelita (que la llamaba así para diferenciarla de mi otra abuela) y en frente vivía la abuela de un buen amigo. Abuelas que siempre nos defendían y se ponían de nuestro lado delante de nuestros padres en nuestras fechorías. Nos trataban a los dos como un nieto más, tanto la una como la otra. De ese rincón siempre salíamos con la merienda en la mano de una abuela o de otra, y a veces hasta de las dos. Me quedé parado bajo un soportal de palos y maderas, que bien recordaban al de los barrios judíos, según Adelina, la guía que enseñaba el pueblo a los turistas. Pero nosotros lo bajábamos corriendo y queríamos de un salto tocar el techo.
¿Cuántas veces había sido testigo este lugar de nuestros ligues con las chicas en las fiestas? Allí parado, parecía que estaba viendo correr a mis amigos y yo mismo detrás de ellos. Los recuerdos me mantenían la sonrisa en la boca desde que había empezado a andar. Otro recuerdo inundaba mi cabeza, a lo lejos en una pequeña huerta veía a Miguel un hombre de apariencia seria, pero en el fondo era muy divertido, siempre con su cesto colgando del brazo, cuantas veces le habíamos robado las naranjas, y por más que nos decía que se las pidiéramos, que nos las daría nosotros preferíamos el riesgo. No muy lejos de la huerta de Miguel estaba la casa de Cristian. Mi mejor compañero de fechorías y uno de mis mejores amigos. Me adentré en la callejuela, baje los cuatro escalones y seguí bajando hasta llegar a la placilla. Y dejándome caer, me encontraba delante de la casa de Cristian. Aunque la casa se notaba que había sido restaurada, la verdad es que seguía igual, hasta la habían pintado del mismo color de siempre. Estaba delante de la puerta con la mano en forma de puño, quería tocar la puerta, pero los nervios me hacían dudar. ¿Se acordará de mí? ¿Y si ya no quiere cuentas conmigo? La ganas de volver a verlo vencieron mis nervios, y toque la puerta con fuerza, nadie contesto, volví a tocar, pero sin respuesta. Un vecino que pasaba con un azada al hombro, y un puñado de esparto colgado de la correa con una guita se paró delante de mí. Me contó que Cristian hacía tres horas que había salido para la capital para sus revisiones anuales.
En ese instante recordé que la vida de todos es sabida por todos en el pueblo, para bien o para mal. También recordé aquel trágico día que, por valientes, casi me quedo sin mi mejor amigo. Era una tarde de verano y el calor nos tenía sentados en los escalones de la casa verde, aburridos y sin ganas ni de hacer travesuras. Cristian propuso que nos fuéramos a nuestro escondrijo especial, que no era más que la antigua ermita casi en ruinas, donde en la parte alta teníamos nuestros tesoros escondidos. Un par de revistas que la habíamos robado a nuestros padres, algún refresco y chuches. Cristian y otro muchacho, no recuerdo su nombre, se enzarzaron en una discusión. Todavía no sé cómo empezó todo. Pero que si uno era el más valiente porque había hecho esto, y que el otro era más valiente porque había hecho lo otro. El hecho es que los dos se salieron del altillo de la ermita como dos gallos de pelea. Los otros muchachos y yo nos quedamos escondiendo nuestro tesoro. No paso mucho tiempo cuando desde lo alto de la ermita, vimos un destello grande como si alguien con una cámara enorme nos hiciese una foto. Seguidamente, escuchamos unos gritos ahogados en llanto, con la voz entrecortada y casi sin respiración que gritaba ¡Cristian ha muerto! Escuché repetidas veces. Todos los en el pueblo corriendo al lugar, pero yo con lágrimas en los ojos creo no haber corrido tanto en mi vida. Cristian estaba tirado en el suelo como un muñeco de trapo, inconsciente, su pecho y parte de su muslo humeaban y su ropa, o lo que quedaba de ella se habían fundido en la piel, Yo al igual que todos lo habíamos dado por muerto. La ambulancia no tardó en llevárselo al hospital general provincial con pronóstico grave, pero nos tranquilizó diciéndonos que se pondría bien. Cuando se recuperó, nos contó que había apostado con el amigo, que él era el más valiente, y para demostrar su valentía se subió a una torre de anta tensión. Cuando llego arriba, no llego a tocar los cables, cuando sintió un gran empujón en el pecho y una especie de corriente que le hizo perder el equilibrio. Volví a tocar a la puerta, aun sabiendo que no me abriría nadie, pero tenía que intentarlo de nuevo. Seguí mi camino entre calle y calle, y sin saber cómo volví a encontrarme de frente con la casa de Merita. Aunque para mí siempre será la casa de la puerta verde, por muchos años que yo vaya cumpliendo. Cuantas historias, nos habíamos inventado a lo largo de nuestra infancia del porqué, de que esa mujer estaba loca. Los niños pueden llegar a ser muy crueles sin saberlo. Por el pueblo parecía que no habían pasado los años, pero por la casa, habían pasado demasiados. Sus muros de piedra, habían perdido el color marrón, que la hacían parecer fuerte y grandiosa. Hoy, esas piedras parecen estar cansadas de aguantar el paso de los años y gritan en silencio, ¡Ya no aguanto más! Los estragos provocados por la humedad eran visibles en puertas y ventanas, y el olor a madera podrida era inconfundible. Tenía delante de mí, aquella puerta que tantas veces habíamos apoyado el brazo, y había escuchado nuestra cuenta atrás, mientras los demás se escondían.
Su color se veía desgastado y apagado, pero conservaba su color verde original. Esa puerta nunca había sido pintada de otro color, pero la humedad, el sol y la lluvia venían comiéndose el desde abajo hacia arriba.
Como si aquella casa fuese mía, sentí un tremendo dolor por aquel abandono. Mil preguntas bombardeaban mi cabeza, ¿Qué pasó con Merita? ¿Por qué nadie vivió nunca en esta casa? ¿Y por qué nadie la compró? Hacía 27 años que me había ido del pueblo, y en esos 27 años nunca me había olvidado de esta casa, como si algo dentro de mí, no permitiese que me olvidara. Tenía que hacer algo, no podía dejar pasar un día más y que su recuerdo terminase entre escombros y maderas podridas. Me giré y ahí estaba, nuestro pequeño paraíso. La tienda de Carmen y Antonio. Una pequeña sonrisa se convirtió en una gran sonrisa y mis mejillas empezaron a sonrojarse. ¿Se acordará Antonio, de aquel niño al que un día le regalo su reloj de bolsillo? Estaba enamorado de ese reloj. De todos los relojes de la tienda y él que más me gustaba era el que Antonio llevaba en el bolsillo. Siempre se le veía la cadenita que sobresalía del bolsillo. Aunque si le preguntabas la hora que era, siempre miraba el reloj de muñeca. Un día le pregunté, ¿Antonio, por qué llevas dos relojes si siempre miras la hora en el mismo?.Y le dijo: En el de la muñeca veo las horas que pasan, y en el de bolsillo las horas que ya gaste. En aquel momento no entendí lo que me quería decir. Pero con los años me di cuenta de que aquel reloj de bolsillo era una mirada al pasado, a las horas ya vividas. Poco a poco las visitas a Antonio se hicieron frecuentes, aunque la verdad mi intención era tener en mis manos un ratito aquel reloj. Aunque eso conllevara escuchar alguna de sus historias de niño. Era un reloj precioso de un material que brillaba como si fuese plata, pero en verdad era argentan, una aleación de zinc, cobre y níquel. La esfera de dentro era blanca, o lo que hoy llamarían blanco roto. Los números estaban en romano, con un gráfico muy fino y cuidando cada detalle.
¡Venga, vamos, a la calle a jugar! Mientras me daba un bocadillo de jamón con tomate restregado y un chorreón de aceite, gritaba doña Carmen, cuando ya me veía con cara de agobiado mientras escuchaba las historias interminables de Antonio. Si alguien del pueblo me puede contar la verdad sobre la casa, esos son Antonio y Carmen.
Ya estoy viendo a Carmen, su mano encima de los ojos, a modo de visera, me mira, y entre rayo y rayo de sol le entra la duda. Sus labios, sin sonido, se mueven y de su boca sale mi nombre como con miedo, Pedro… Pedro… Y como si estuviese escuchando su voz, muevo mi cabeza de arriba abajo, confirmándole, sus sospechas.
__ Buenos días, doña Carmen ¿Me haría uno de esos bocadillos tan ricos, que me hacía de pequeño?
__ Pedro, Pedro, ¡Dios mío! ¡Antonio! ¡Antonio, sal, mira quién está aquí!
__ Carmen aceleró el paso, y con los brazos abiertos, me dio tan abrazo que casi no podía moverme. Cuando intente separarme y besarle la frente, vi como a Carmen se le inundaban los ojos e intentaba que no se le escapase ni una lágrima.
Carmen estaba emocionaba.
Interior de la casa en Febrero de 2019
Ya por este entonces llevaba casi 30 años de abandono.
__¡Que eh… nena! ¿Quién es este muchacho? Preguntó dubitativo Antonio, mientras se secaba las manos mojadas con un trapo.
Antonio me miraba, como quien sabe que le suena una cara, pero no conseguía reconocer aquella cara familiar. Y antes que decirle quién soy, saque de mi abrigo el mismo reloj de pulsera que él me había regalado.
__ Yo también sigo mirando las horas que ya pasaron, señor Antonio.
La cara de Antonio fue cambiando por segundos, sus ojos, antes dubitativos, se volvieron grandes, y sus pupilas brillantes empezaban a notar su emoción. El trapo que tenía en las manos se le cayó al suelo, mientras se llevaba las manos a su boca. Sus ojos le delataron, confirmándome que ya sabía quién era yo. Su labio superior empezó a temblar y antes de que yo pudiera decirle nada, las lágrimas ya no le dejaron hablar, y cambiamos palabras por abrazos y mis ojos se forzaban por retener las lágrimas.
__ ¡Pedro! ¿Eres Pedro de verdad? Mira Carmen, es Pedro. Y ya no me pude contener, las lágrimas escurrían por mis mejillas sin control. Carmen y Antonio eran como la familia que yo nunca tuve y yo para ellos el hijo que nunca pudieron tener.
Después de abrazos y saludos entramos a la tienda. Nada había cambiado, cerrar los ojos y abrirlos era volver a ser niño otra vez. Todo seguía en su sitio, los juguetes a la derecha, la ropa y calzado al fondo, las cosas de mercería a la izquierda y nuestro preciado tesoro cerca del mostrador. Chuches, chocolates y demás golosinas, algunas nuevas para mí, pero otras no habían cambiado ni el envoltorio. La sonrisa no se me borraba de la cara.
Nos sentamos los tres en el pequeño saloncillo de la trastienda. Un salón con su chimenea, donde Carmen y Antonio pasaban la mayor parte del invierno. Hasta el saco de dormir que Antonio tenía para echarse las siestas en invierno, estaba allí. Mire al saco y mire a Carmen y ella me entendió al instante. ¡Sí, hijo sí, como un gusano de seda se sigue metiendo en el saco! Antonio se sentó y se tapó las piernas con su saco afirmando con la cabeza. Y empezamos a hablar.
Les conté que había vuelto para quedarme, en el pueblo y que me había comprado un apartamento en la zona alta de la carretera nueva.
__ Carmen y yo siempre hemos pensado que algún día volverías al pueblo, y que te comprarías la casa de Merita. De pequeño te quedabas embobado mirándola, era raro el día que no le dabas toda la vuelta a la manzana, como si quisieras grabarte a fuego todos sus rincones. Eran tantas las veces que te subías a la verja para poder ver el inmenso jardín de Merita, que ya nadie te regañaba, cuando te veían ahí subido, hasta la misma Merita te dejaba la puerta abierta para que pudieras entrar. Tu cara reflejaba la felicidad cada vez que te pasabas un rato dentro del jardín.
__ ¡No la vendía precisamente barata, Antonio! Pero si hubiese tenido ese dinero, la compraría sin dudarlo. Le dije.
__ Ahora que has sacado el tema, Antonio ¿Por qué nadie se ocupó de esa casa? Confieso que mi corazón se entristeció cuando vi su estado de abandono.
__ Pedro, te suena el refrán, ¡entre todas la mataron y ella sola se murió! Pues eso.
Mira, Fernando Restolin siempre fue un muchacho de buena familia, gracias a que su familia tenían tierras y trabajaban muy duro. Fernando se fue muy joven a hacer las Américas, como muchos jóvenes de la provincia, con la ilusión de mejorar en la vida. Unos consiguieron fortuna, y otros más desafortunados volvieron casi con el mismo dinero con el que se habían ido. Fernando probó suerte en la ciudad de Santa Anna de Tampico (México). Según el mismo contó, vendió una cueva en la sierra de ciudad Victoria, una zona arbolada muy querida por los mejicano a unas tres horas y media en coche de Tampico. Había comprado la cueva, con la idea de hacerse una casita-cueva, como las que había visitado en Almanzora (Almería) y pasar los fines de semana. Pero resultó que al escarbar en aquella cueva encontró tres monedas de oro. Rápidamente, quisieron comprarle la cueva. Fernando, que la había excavado por activa y por pasiva, decidió venderla antes que no valiese nada. Uno de sus deseos era tener dinero y formar una familia para volver a su tierra, a Almería. En México conoció al amor de su vida, una española del norte, más en concreto de Bilbao. Y añorando a su España querida se fueron enamorando, hasta que el 13 de mayo de 1908 se dieron el “sí, quiero” en la misma ciudad donde residían. No pasaron muchos años cuando decidieron volver a Almería. En Almería compraron una de las mejores casas del Paseo de Almería. Era la zona más, famosa y la que en el fondo les recordaba a Tampico por la gran afluencia comercial que tenía el puerto marítimo almeriense. Al poco tiempo, Fernando Restolin compró uno de los hoteles más famoso de la ciudad, el Gran Hotel Simón. Un gran hotel donde se hospedaban damas de alta costura, toreros y artistas de teatro y televisión. Pasaron años de mucha abundancia y el nombre de Fernando Restolin era conocido por muchos hoteleros de prestigio en toda Andalucía.
Pero los tiempos fueron avanzando y abriendo más hoteles en la ciudad. Hoteles más modernos y ya el Gran Hotel Simón se fue quedando atrás sin que nadie quisiera salvarlo hasta que en 1965 fue comprado por una empresa dispuesta a abrir el primer centro comercial en Almería. Almacenes Simago.
Pero hay cosas que el dinero no puede comprar, y por algún motivo él y su mujer nunca pudieron tener hijos. Fueron muchos intentos de los que el embarazo no llegaban a buen término, hubo solo uno, que llego a nacer, del que solo pudieron disfrutar de aquel pequeño rubillo de ojillos claros, dos años. Después de ese palo tan gordo, decidieron comprar una casa en la sierra, y fue nuestro pueblo el elegido. Arboledas de Alcolaya.
Estuvieron algunos años por el pueblo, estaban muy ilusionados con la reforma de la casa, aunque hay quien pensaba que solo era una distracción para mantener la mente ocupada. Y pareció que el tiempo tenía razón, casi me atrevería a decirte que una vez que la terminaron de reformar, y de decorar, empezaron a cansarse y empezaron a dejar de venir. Empezaron que si solo venían a pasar los veranos, después que si en el invierno se estaba mejor, y por lo último ya cada quince o veinte días venían a dar una vuelta a la casa. Así, durante unos años más, pero a Marisa, la mujer de Fernando, no le gustaba esa casa, decía que era muy grande para estar todo el día sola.
. Ya cada vez iban viniendo menos. Aunque Marisa intentaba disimular, nunca se recuperó de la muerte de su niño, y mientras su mente estaba ocupada decorando la casa, fue más llevadero. Pero le cambiaba por completo la cara cuando los niños del pueblo jugábamos en su puerta.
Un año volvieron con una niña pequeña diciendo que era su hija, pero todos en el pueblo sabíamos que ella no podía tener familia. Se sospechaba que la niña se la habían dado una familia de aquí, que no tenían medios para criarla. Quizás ahora lo veas raro Pedro, pero antes era de más normal, dar a otra mujer para que los amamantara o dar a una familia un hijo tuyo para que lo criase como suyo, por qué tú no tenías medios para hacerlo. Así que aquí, nadie preguntó más. Isabel, ese fue el nombre que le pusieron a la niña, pero aquí todos la llamábamos Isa, Isa Restolin. Cada vez venían menos por el pueblo, hasta que Fernando decidió vender la casa.
Jorge, el primo de Merita, siempre había estado interesado en comprar alguna casa en el pueblo, pues tenía olivos y tierras y se pasaba muchos días en el pueblo y se le iba mucho tiempo yendo y viniendo todos los días. Fue enterarse de que Fernando vendía la casa, y en la misma tarde cerraron el trato. Jorge no tenía problemas de dinero, estuvo unos años viviendo en la casa, pero los negocios lo tenían de un lado para otro y no podía encargarse de todo. Pensó en montar una fonda y el mismo encargado se ocuparía de las tierras. Pero no podía empezar las obras hasta que no cerrase un contrato que llevaba meses negociando en Argentina con su primo Paco. Una mañana nos despertamos Carmen y yo por el ruido de arrastrar muebles y gente hablando. Salimos a ver que pasaba y allí nos encontramos a Merita metiendo maletas y algunos objetos personales. Le preguntamos si se venía a vivir con su primo, y nos contestó que ella viviría en la casa, y que se haría cargo de todo mientras su primo tenía que ir unos meses a Argentina a solucionar unos asuntos. Y esa fue la última noticia que tuvimos del primo de Merita. Algunos, por el pueblo, comentaron en su momento, que Jorge se había casado con una argentina y que por algún motivo no podía salir del país. Otros que si andaba con tratos de mafias y termino mal. Pero ya sabes cómo somos los humanos, cada uno opinamos sobre lo que no sabemos, pero creemos saber de todo.
Merita siempre fue una mujer muy guapa. Llevaba la palabra elegancia en su sangre. Arreglada o incluso recién levantada, su manera de moverse, el tono de su voz o inclusos sus modales eran de gran finura.
no estaba hecha como ella había ordenado. No le temblaba la mano en discutir con cualquiera, fuese mujer u hombre. Y con los años ese carácter se fue endureciendo.
Siendo joven, sus pretendientes se paseaban disimuladamente por su puerta, y se peleaban porque cogiera el ramo de flores, o incluso macetas con flores, algunas robadas de las vecinas, los éramos que le dejaban en el alféizar de la ventana. Una tradición popular que ha ido pasando de generación en generación, y que a día de hoy todavía perdura, pero ya más por hacer la gracia que por otra cosa. Los jóvenes de ahora ya utilizáis el Internet ese, para ligar.(Sonrió Antonio señalando el móvil que estaba sobre la mesa)
Mi querido Pedro, antes los hombres éramos más pacientes a la hora de conquistar una muchacha.
Si te gustaba alguna muchacha del pueblo, le dejabas unas flores en la ventana. Eso significaba que te gustaba la muchacha que vivía en esa casa. Si la muchacha las cogía, estaba dispuesta a conocer a su admirador. Si las dejaba en la ventana no tenía interés en conocer a nadie o ya tenía pareja. Los líos de enamorados que se montaban cuando eran dos o tres hermanas, las que vivían en esa casa. Yo mismo los sufrí cuando quise conquistar a mi Carmen y las flores las cogió su hermana. ¡Vaya lío que se montó! Pero el día que Merita cogió el ramo de la ventana, yo estaba sentado en las mesas de fuera del bar de Fede. Aquellos ojos tan brillantes, aquella dulce e inocente sonrisa y las mejillas coloradas como cerezas, dejaban al descubierto el inocente, pero tierno enamoramiento de Merita. Ella sabía perfectamente de quién era, y por las rosas rojas que componían el ramo era un muchacho bien puesto. ¡Qué bonito es el amor cuando uno es joven! Todos por aquí sabíamos que rondaba a Merita, él no era como los muchachos del pueblo, aunque era muy amable. Al pobre muchacho, lo engañábamos cuando lo veíamos rondar la casa de su enamorada, haciéndole creer que una tradición del pueblo, es que el forastero tenía que invitar a los del pueblo, si quería llevarse una muchacha del pueblo. ¿Cuántas meriendas no habrá pagado?
Pronto se supo en el pueblo que venía de dos pueblos más arriba del nuestro. Era un muchacho alto, moreno, muy guapo y siempre bien vestido. Era muy educado, atento y su manera de expresarse sosegada, casi con un toque de lentitud, como si nada lo alterase. Quizás para su joven edad, no más de 18 años, eso es lo que más llamaba su atención. O eso es lo que a nosotros como zagales criados en la calle nos llamaba la atención. Los dos hacían una bonita pareja. Todos en el pueblo vivimos esa etapa casi a la par que ellos. Sus paseos por el río, sus tardes merendando en la plaza, sus miradas cómplices, y sus besos casi castos no eran lo normal en una pareja joven. Pero ellos estaban enamorados y eso se veía a lo lejos. Después de unos años de noviazgo, llego la noticia de la boda.
En el pueblo causo un gran revuelo. Merita invitó a todos los del pueblo dos días antes de la boda a modo de despedida de soltera a que se pasaran a la hora del café a su enorme jardín decorado para la ocasión. No había árbol, que no estuviese decorado con un gran lazo de tul. Entre sombra y sombra de cada árbol, una gran mesa redonda, con manteles de seda blanco y uno más pequeño de color azul. Color favorito de Merita. Todas las mesas llevaban un lazo algo más pequeño que el de los árboles, pero del mismo tul. Miles de bombillas de colores esperaban colgadas de los árboles a que oscureciese. Sobre cada mesa había cuatro platos con delicatessen propias para tal evento. Estaban servidas en una vajilla que Mateo le había regalo a Merita años atrás, y que nunca se había estrenado. Pero yo creo que los de aquí tenían más interés en saber si vendría su hermano Mateo a la boda más que la propia boda. Al gran día, hasta el tiempo nos acompañó. El sol lucio en lo más alto, sus rayos calentaban suavemente la brisa, y en el cielo no había ninguna nube. El cielo se puso azul, parecía haberse pintado para la ocasión. Todo estaba preparado para la ceremonia. Hasta Fede, que nunca cerraba su bar, lo cerró ese día un par de horas, para poder asistir también. Nosotros teníamos pensado acercarnos a un rato. Todo estaba preparado, todo, menos la protagonista principal. Merita dejo a su novio plantado ante el altar. El pueblo entero enmudeció ni los pájaros se oían cantar. Solo los murmullos de las gentes se oían casi inapreciable. Todos nos quedamos anonadados, paralizados, no encontrábamos razones para lo ocurrido. La casa de Merita estuvo cerrada a cal y canto casi tres meses, y en todo ese tiempo no la vimos ni para comprar el pan. El tema estuvo en boca de todos casi tres meses más. Pero ya sabes mi querido Pedro, que el paso del tiempo calma hasta las tempestades más bravas. Merita volvió a seguir con su vida. Pasó el tiempo, y Merita seguía sola, pero había recuperado su sonrisa, y la dulzura de su rostro. Pero nunca supimos que paso en la pareja, y si alguien le preguntaba, con cariño y una sonrisa, siempre respondía lo mismo.
Yo quería vivir una vida con él, y él, vivir la que sus padres tenían preparada.
Siguieron pasando los años y aunque Merita seguía sola se la veía feliz. Otros pretendientes le precedieron a este, y todos terminaban sin llevar a Merita al altar. A Merita nunca le falto un duro en el bolsillo, su primo le mandaba lo suficiente para poder vivir muy bien. Siempre vestía muy elegante, sin que ningún complemento rompiese la armonía de su vestidura. Era conocido el buen gusto que tenía, tanto para la ropa como para su casa. La casa de Merita, era un claro reflejo de su elegancia, ya solo la fachada con su enorme puerta se intuía la grandeza del interior. Una puerta de madera de caoba de más dos metros de altura y doble hoja, con su aldaba en cada hoja y su pomo también él cada hoja llamaba la atención a cualquiera que pasase por allí. El color elegido para ventanas y puerta fue el verde. Aunque con los años se demostró que no tenía efectividad, la moda de pintar las puertas y ventanas de color verde y en otros casos azul, en un principio se creía que ahuyentaba, moscas y mosquitos. Y con el paso de los años esa moda queda implantada, en muchos pueblos de la zona.
La puerta se abría de fuera a dentro con las dos manos. Cada vez que se abría esa puerta, la luz entraba e iluminaba toda la entrada, las paredes eran blancas, lisas, con un toque brillante, un toque moderno para aquella época, que resaltaba con el suelo cerámico de color marrón. Lo primero que te encontrabas era el zaguán, casi te dejaba sin palabras. Un medio arco de madera de nogal color marrón, con labrados de punta de diamante pequeño, y vidrios de color blanco mate, que dejaban entrar la luz, sin ser molesto. Ya al fondo, al lado derecho de la pared, las escaleras. Eran del mismo color del suelo, cerámico color marrón mate. Sus paredes blancas y una barandilla color negro, sin formas estrafalarias, solo los hierros con un suave rizo, y terminado en su parte de arriba y abajo, formaban una especie de letra, S, que le daban un toque extra de sencillez y elegancia. En la pared de la izquierda una puerta no muy alta, quizás la única de toda la casa, nos llevaba al cuarto de la leña. Un inmenso leñero donde a Merita nunca le faltaba la leña.
Una de las estancias, preferidas de Merita y la que más celos originaba a las mujeres del pueblo, era el tinao que tenía. El tinao es una parte esencial de muchas de las casas de los pueblos. Como una especie de pasillo cubierto, tipo terraza, generalmente abiertos y que llevaba a los huertos, a calles, a otras estancias de la casa, etc. Estos tinao son muy apreciados en verano, pues al estar cubiertos les daba sombra y corría el fresco. Se suelen decorar con geranios y plantas con flores para dar un toque de color y plantas de hoja ancha para refrescar la estancia. Pero a Merita lo que le gustaban eran las rosas. Tres de sus favoritas las tenía tanto en el jardín como en el tinao. Una de ellas, y la más cara, era la Juliet Ròse. Otra de sus favoritas era la Sun tory azul, que aunque ese no era el nombre de su variedad, sino la de Blue Moon, ella la bautizó así. Sun tory era la empresa japonesa que creo esa variedad famosa en el mundo entero por su color azul cielo. Otra de sus niñas mimadas, era la Red Naomi. Una de las rosas preferidas por los enamorados, por su color rojo pasión. Era una rosa tan especial que florecía una vez, por cada estación del año. Y aunque le recordaban a su exnovio, porque era ese tipo de rosas las que dejaba en él alfeizar de la ventana, era su niña mimada. Era una flor majestuosa, grande, de color brillante, sus hojas verde oscuro cubrían la rosa como resguardándola del frío, era abrir los ojos al jardín de Merita y la vista se te iba a la rosa. Otras rosas, aunque esta vez más comunes, eran las rosas mini, o de pitiminí, como la conocen otros. Rosas que muchas veces ella regalaba a sus vecinas y a cualquier persona que se la pidiese. Son muchas las rosas que verás por el pueblo, que salieron del jardín de Merita.
_ Bueno, mi querido Pedro, yo ya te conté lo que sabía, pero hay más vecinos que seguro estarán encantados de contarme anécdotas de Merita.
Y con un abrazo me despedí de Carmen y Antonio.
Al girarme volví a mirar la casa de la puerta verde, pero esta vez la sensación era diferente, era como si la casa supiera que mi vuelta al pueblo no sería en vano y el recuerdo de esa casa quedaría en la memoria de todos, una vez que derribaran. Me fui a casa e intenté poner en orden toda la información que tenía. Estaba decidido, quería plasmar la historia de Merita y su casa y regalarle un ejemplar a todos sus vecinos para que nadie olvidase aquella casa. Mi sueño, mi casa, y ahora mi historia.
La casa de la puerta verde para los niños, la casa de Merita para los mayores, y anteriormente la casa de los Señores Restolin, era una casa señorial de 1900. Tenía una superficie de casi 500 metros cuadrados y una extensa y espaciosa zona entre el huerto y el jardín. Los techos eran altos con vigas de madera, al igual que las puertas de toda la casa. Las estancias principales constaban con suelos hidráulicos, cada habitación con un patrón distinto. Los peldaños de escaleras eran de color marrón y en la contrahuella de baldosa blanca, lo que hacía que ese contraste de colores destacase con las paredes blancas. El pasamanos era de forja de color negro. Dejado de la escalera estaba el leñero, una gran habitación que ocupaba casi la mitad de la superficie de la casa. En el salón principal, una de las habitaciones más grandes, había una chimenea alta de color blanca. Otra chimenea de igual altura estaba en la cocina, y por esa misma cocina se salía al tinao y a las escaleras que llevaban al huerto. Un pequeño aseo se encontraba en el tinao, aunque más que aseo era un diminuto lavamanos y un espejo pequeño. Volviendo a dentro, subiendo las escaleras, te encontrabas con seis estancias más algunas comunicadas entre sí, como si de un pequeño laberinto se tratase. Y volvemos a salir por el tinao para subir a la siguiente planta. O por los memos, eso es lo que yo recordaba.
Tenía tanta información de la casa de Merita y era tanta la emoción que sentía que me fui a casa a plasmarlo todo en papel. Quería saberlo todo, y estaba en el lugar adecuado, ya no había marcha atrás. Escribiría la vida de Merita, mis recuerdos, los recuerdos de los vecinos y mi pueblo, eran dignos de recordar esa maravillosa casa en el centro del pueblo.
Busque en internet toda la información que pude de Merita, pero sin más avance que la desaparición de su hermano Mateo, en un viaje a Argentina en busca de su primo Paco. Antes de ese viaje, Mateo era muy conocido y reconocido por su fama por ser el número uno en ventas en Málaga y Almería de la ginebra Larios. Llevaba años trabajando en Málaga, con temporadas el Almería, donde se hospedaba siempre con su hermana Merita. La empresa quería abrir nuevos mercados en Latinoamérica. En Venezuela, Chile y Argentina ya conocían la famosa ginebra de España, como la llamaban cariñosamente. Colombia, Ecuador y Panamá
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