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Yo nací en un pueblo del norte de España, muy conocido por los peregrinos que hacen el camino de Santiago. Aunque nunca me sentí del pueblo, he de decir que es muy bonito. Es un pueblo muy turístico, donde sus calles adoquinadas, sus pazos encantados, sus grandes muros de piedra y sus arcos legendarios, te transportan a aquellos días del medievo. Días en los que en vez de bares había cantinas, y los supermercados, de hoy, eran puestos en las calles donde podías comprar desde fruta, flores, pescado, etc. A día de hoy cada domingo puedes encontrarte ,mujeres vendiendo en el casco viejo del pueblo, aunque sea ya más por un reclamo turístico, más que por necesidad. Tenemos una ría que es visita obligada, para todos los turistas, unos esperan ver el pez dorado de la leyenda de los enamorados, y otros quieren ver la cara de Carmeliña, la niña que desapareció en el mar y por las noches, recorre el pueblo en forma de niebla. Al amanecer, el sol se refleja en sus aguas transformándola en un mar de plata. En las noches de invierno, Carmeliña en forma de niebla, emerge de la ría y se adentra entre las calles, dándole al pueblo un aspecto tenebroso, qué sumado al olor, a humedad, la oscuridad, y los miles de leyendas, cuentos e historias que van de boca en boca, son capaces de asustar hasta al más valiente. Pero desde pequeña ya naces con miles de leyendas a tu alrededor, tal vez por eso ya no nos impresionan tanto, a los que somos del pueblo. Mi abuela, una gallega de nacimiento, pero una andaluza de sentimiento, era pasión lo que sentía por Andalucía. Le encantaba la alegría de sus gentes, la luz de sus días, los colores alegres de sus ropas, pero lo que más le gustaba era el flamenco. Quizás por eso, por escuchar como la voz de mi abuela se volvía tenue y aterciopelada, hablando de esa tierra donde el sol te abrazaba todos los días del año, quizás por eso yo me encariñé de todo eso que tenía Andalucía.
En unas vacaciones decidí viajar a Andalucía, concretamente a Almería. Cumplí mi mayoría de edad en tierras Almerienses, entre el mar mediterráneo y el desierto. No tarde en hacer amigos, la gente me trato como si ya me conocieran de siempre. Cariñosos, amables y acogedores, son las palabras que más los definen. Una vez instalada y descansada del viaje, pude ver con tranquilidad todo a mi alrededor. Lo primero que me sorprendió fue ver sus montañas, rocosas y escarpadas, desnudas de árboles. Apenas algún arbusto, con una gran distancia los unos de otros. Otra de las cosas que me sorprendió fue que no se utilizaba la palabra bosque cuando se referían a un lugar de montaña y naturaleza, y si lo pienso bien, tenía hasta su lógica. Bosques, bosques no eran, y en su sitio empleaban la frase, ir a la sierra, o ir a la montaña. Parte de esa desnudez vegetal era culpa del clima, los días eran muy secos y la lluvia solo los visitaba dos veces al año. Descubrí entre sus riquezas, la gastronomía mediterránea, probando unos pequeños bocados de todo, llamados tapas. Son como platos delicatessen, pero en miniatura. Al cabo de un mes visite por primera vez, Granada. Al llegar allí, un aire de sentimiento se apoderó de mí y por qué no decirlo, un poco de morriña también. Recordé una bella frase del escritor granadino, Federico García Lorca: Granada, la Galicia del sur. Y tenía razón, no sé si por el frío, la niebla, o la humedad me recordaba a mi tierra. . Ay, La Alhambra, ahora entiendo por qué es una de las siete maravillas del mundo. Impresionante, me quedé sin palabras. Me marche casi al atardecer, no sin antes disfrutar de esos últimos rayos de sol iluminando la ciudad de Granada. Eche una última mirada a la Alhambra, jurándome volver en otro momento. En ese mismo instante, de acorde de Aixa, la madre de Boabdil, y la frase célebre, no llores como mujer, lo que no supiste defender como hombre. Esa frase cobra vida cuando te vas alejando y no puedes dejar de mirar la alhambra, una auténtica maravilla que debió doler abandonar. Cuando visitas La Alhambra, entiendes bien esa frase. Volví, a Almería. Tocaba descubrir la costa, pero lo que no me pensaba encontrar eran calas vírgenes donde casi nadie había estado, playas kilométricas donde se divisaba África y hasta playas tan famosas, donde se había rodado películas y series de cine. Almería, tierra de cine, es su eslogan publicitario.
Muchas de las películas del western fueron rodadas aquí, un leve cosquilleo recorrió mi cuerpo, ¡estaba pisando suelo de cine!, era increíble. A la hora del almuerzo pedí uno de los platos más típico de aquí, migas. Según me contaron era una tradición comer migas un día de lluvia, pero con lluvia o sin lluvia estaban muy buenas. Me contaron que era una comida de aprovechamiento cuando sobraba pan. Y sin saber como, vino a mí el recuerdo de un postre que mi madre hacía, cuando sobraba pan. A mis hermanos y a mí nos encantaba. Mi madre lo llamaba coca de pan. Pero con los años descubrí que no era más que un pudin, aunque el de mi madre tenía un toque especial. Al poco empecé a trabajar, me costó adaptarme a vivir sola, pero mis nuevos amigos ,no me dejaban sola ni un momento. Aquí, se trabajaba de lunes a sábado, pero terminabas tan cansada que no te apetecía ni salir de fiesta, y eso que dicen que en Andalucía no se trabaja. Los años en Almería se me pasaban muy rápido. Dicen que cuando te lo pasas bien, el tiempo vuela, pues la verdad es que se me pasaban las semanas volando. Estaba tan entretenida con amigos, trabajo, etc. Que casi no echaba de menos Galicia, aunque sin quererlo la tenía siempre presente. Ese sentimiento se acentuaba cuando llegaba la navidad. Acostumbrada a grandes reuniones familiares donde pandereta y la guitarra no paran de sonar en toda la nochebuena. Mientras los hombres encendían la barbacoa, a las tres de la madrugada las mujeres se preparaban para hacer chocolate con churros para servirlo a las cinco de la madrugada, una nochebuena que dura hasta terminar el día 25 de diciembre por la noche.
Yo pasaba mis terceras navidades sola. Muchos amigos me invitaban a sus casas, pero eran días de familia y nunca acepte esas invitaciones. En esos días, sí echaba de menos mi Galicia, mi gente, y las costumbres navideñas familiares. Una de las cosas que más me llamo la atención en Almería era que no se cantaban en esos días, no es que estuviera prohibido, es que no había esa tradición. Se pasaba la velada, tranquilamente hablando, o contando chascarrillos. De todas las provincias de andaluzas que visité, ALMERIA es la más seria, quizás porque sus gentes trabajan todo el día, y el trabajo del campo es muy agotador, o quizás como algunos me cuentan por aquí, es que se parece más a la gente murciana, más que a Andaluza. En Galicia no hay reunión sea navidad o una simple reunión de amigos que no se cante. Eran en estos días de navidad, donde me paraba a pensar si verdaderamente Almería era mi lugar. Quise echarle la culpa a estos días de fiestas, que me hacían sentir sola, triste, y a veces hasta olvidada por mi familia. Una vez que pasaron estas fechas seguí conociendo un poco más de Andalucía, visité Sevilla, Málaga, Jaén, etc. Ya llevaba seis años en Andalucía, y todo lo que veía me gustaba, pero dentro de mí siempre había un, pero... Es bonita, pero mi calle… Es grande, pero mi iglesia... Es un día precioso, pero... Y los peros, empezaron a convivir conmigo todos los días. Me gustaba Andalucía, pero echaba de menos mi tierra, nunca pensé que llegaría a decir esto, pero echaba de menos hasta la lluvia. Viví un año más en ALMERIA, y descubrí verdaderos tesoros entre mar y montañas. Pero los peros de mi tierra cada día eran grandes. Terminé mi contrato de trabajo y el del alquiler también, era ahora o nunca. Hice las maletas llena de ilusión, como si fuera de vacaciones a mi lugar favorito. Mientras doblaba la ropa, guardaba mis recuerdos, y echaba un último vistazo a mi casa, a la que ya había convertido en mi hogar, fue inevitable que una pequeña sonrisa, acompañada de unas lágrimas hicieran acto de presencia. Siete años de mi vida en tres maletas, y mil recuerdos que vivirán dentro de mí para siempre. Solo mi casera, que aparte de casera, siempre fue mi amiga, sabía que me iba, y la tenía a mi lado regañándome y disimulando con un pañuelo de papel secándose a cada momento las lágrimas.¿ Como te vas a ir sin despedirte de nadie?, no lo entiendo, me repetía una y otra vez.
Lo siento, no quiero ver lágrimas, no quiero ver caras tristes, no quiero que mi última imagen de vosotros sea esa. No, no podría soportarlo, los llamaré uno a uno para despedirme, cuando llegue a Galicia. De camino al aeropuerto le pedí al taxista que se diera unas vueltas por calles donde, estos siete años, había vivido. La cafetería de Mery, punto de encuentro, a cualquier hora, siempre encontrabas a alguien, si no estaban en sus casas, estaban allí.
El banco siesta, que así lo habíamos bautizado porque un día Tomás se quedó dormido después de una noche de juerga, y era otro punto de encuentro con los amigos. Tenía un nudo en la garganta, quería irme de allí, pero no me salían las palabras para decirle al taxista que fuéramos ya para el aeropuerto. Como si me leyera el pensamiento, el taxista se encaminó, hacia el aeropuerto. Eche una última mirada, como despidiéndome de alguien que quieres mucho y no hacen falta palabras para decirlo. Sentada en el avión, tenía un sentimiento cruzado, estaba contenta porque volvía a mi casa, pero a la vez muy triste porque dejaba amigos que eran como familia, y me planteaba, que quizás había sido una egoísta, por no despedirme de la gente que tan bien se habían portado conmigo. Por un momento, me hubiese gustado, que estuvieran allí mismo para despedirme, no lo había hecho bien, y seguro estarían enfadados conmigo, mejor irme. Y ya luego los llamaría e intentaría explicarles. Mire una última vez el móvil antes que la azafata dijese de desactivar móviles. Había tres mensajes de wasap, todos de Amelia mi casera, seguramente para volver a recriminarme que no me despidiera, y deseándome lo mejor, dude en abrirlo. Pero lo abrí, decía: por favor mira por la ventanilla. Mire sin saber muy bien que mirar, al fondo en la última cristalera de la terminal, había una gran pancarta sujeta por miles de manos y un montón de gente detrás de la pancarta. Me levanté fui al lado derecho del avión lo más cerca posible de la cabina para poder leerlo bien. Seguro sería alguna huelga de pilotos, o algo así, y me avisaba de eso. Según me acercaba podía ver que las letras que todavía no le encontraba sentido, estaban escritas con los colores de la bandera andaluza, y gallega. Estaba temblando, TE QUEREMOS GALLEGA-ANDALUZA.Y las lágrimas no se hicieron esperar, al ver que los que portaban la pancarta eran todos mis amigos, hasta Mery había cerrado el bar, por despedirme. Montse, Juan, Pepe, Tamara, Amelia, Luis, Pedro, Yuli, Marta, etc.…Lloraba y reía a la vez. Estoy segura de que volveré a ALMERÍA, y esta vez, con más motivos que la primera. En Almería tenía otra familia. Andalucía vive dentro de mí, y siempre seré una GALLEGANDALUZA.
Mi ultimo adiós es un hasta pronto, ALMERIA.
DE PEQUEÑA ME CONTARON UNA LEYENDA PARA ASUSTAR,Y LO QUE NO SABÍAN ES QUE DE SU HISTORIA ME IBA A ENAMORAR.
Diciembre 2019
En un pueblo del norte, del cual no quiero decir su nombre, porque sus habitantes, tienen miedo de perder el poco turismo que les queda. Años atrás, sus leyendas, sus historias, y demás mitos que recorrían sus calles, eran más que suficiente para atraer a turistas y curiosos. Se llenaba el pueblo de vida. Lo que antaño atraía a los turistas, hoy en día los asusta, y el pueblo cada vez está más abandonado.
Pocas gentes quedan en el pueblo, más de 7.500 habitantes vivían en estas tierras, cuando hoy en día, apenas son 3000. Cada año, dos semanas antes al día de Todos santos, llegada la medianoche, se escucha el tintineo de unas campanillas, y a lo lejos, bajando la colina, una hilera de velas encendidas, y túnicas blancas con capuchón.
El capuchón, tapaba todo el rostro de quien lo llevaba, pero su rezar, todos al unísono, forman un murmullo que se escuchaba llegar.
Y según cuentan los más mayores del lugar, es mejor no entender lo que dicen, porque es una llamada a la muerte. Las gentes del pueblo se esconden en sus casas y hacen oídos sordos a sus cantos. Si por un casual, te pillan fuera, lo mejor es hacer un círculo de sal y meterte dentro. Mantén los ojos cerrados, y no los abras hasta que dejes de escuchar el dulce sonar de las campanillas.
Por eso no es de extrañar, encontrarse montoncillos de sal por cada esquina del pueblo. Y si no tuvieras cerca de la sal, hay que quedarse quieto sin abrir los ojos, portando una cruz de madera y rezar sin escuchar sus cánticos. Por ese motivo, los lugareños regalan a sus visitantes una pequeña cruz de madera, en forma de llavero, pulsera, o colgante, como símbolo de protección. Sentirás que están cerca por su fuerte olor a cirios derritiéndose, mezclado con un dulce olor a flores, y una corriente de aire helado. No se debe abrir los ojos, aunque con voz de niño te susurrarán, te insistirán a que los abras solo por una vez. Con cariño te pedirán les sujetes la cruz mayor, al cual debes contestar con la cruz de madera, en tu mano: (CRUZ YA TENGO,Y MADERA TENGO EN LA MANO, SIGAN SU CAMINO EN BUSCA DE OTRO HERMANO.)Con esta frase de insistir, y seguirán su camino.
También, si te subes en los peldaños de un cruceiro, no te verán, y pasarán de largo. Porque una vez tocada la cruz mayor, tu luz interior se irá apagando, enfermaras y te irás consumiendo, poco a poco hasta unirte a ellos, hablo de la SANTA COMPAÑA. Almas en pena, en busca de nuevos miembros condenados, a vagar toda la eternidad, como pago de sus pecados cometidos en vida. Quizás solo sean cuentos ,y quizás no. Pero como dicen por el norte, Haberlas… Hailas.
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